Alcanzo tras mucho caminar un cabañal de brenizas merachas, es decir, cabañas de altura, muy compactas, sin apenas vanos, levantadas por los ribereños de la cuenca alta del Miera, los merachos, que son los vecinos de los pasiegos (los mismos a un lado y a otro del cordal y el mismo odio mutuo). A la altura de los ojos se erce Porracolina, un monte mítico para los santanderinos quizá porque es de los que mejor se reconocen desde la machina de Santander.
Me sorprende la escasa altura de la entrada a la cuadra y, en correspondencia, lo bajo que está el techo dentro. Ésto se debe al tamaño mini de la vaca pasiega. Eran éstas productoras no de carne ni de leche, sino de grasa: grasa destinada a productos lácteos de escaso peso (fácilmente transportables) y alto precio (como mantequillas o quesos) para mover por los mercados (aquí entra en juego el cuévano), productos lácteos que son los que explican en último término el modelo territorial pasiego (un paisaje de mantequilla y queso).
En las cabañas más "halladeras" o "ajallaízas" (que de las dos formas decimos los cabuérnigos lo que está a mano) las cuadras suelen estar intervenidas para ganar volumen llegando incluso a rebajar la entrada para que entre la vaca nueva, "la pinta", vaca de leche (plenamente integrada en la lógica industrial de finales del siglo XIX). Es muy común ver puertas con el dintel rebajado en forma de media luna o sin la lastra del suelo para que pueda pasar la nueva inquilina. Pero en estas merachas de breniza, no. Están tal cual. Son impresionantes.
Pequeñas en un paisaje enorme.
El meracho entra a su cuadra con una reverencia. La construcción le recuerda todo lo que debe a sus vacas: la vida. Los edificios inteligentes existen desde mucho antes que la domótica.
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