Raquel se marchó sola a la boda de una amiga. La amiga había señalado dónde se sentaban los invitados con cartas. Detrás de cada carta, el nombre. Las parejas tenían cartas que dialogaban entre sí: el marinero y el mar, la mano y el guante... de ese tenor. Muy bonitas. Yo me caí del plan a última hora. Quitaron mi carta. Dejaron la suya: un corazón atravesado por una flecha. ¿Cuál sería mi carta? Raquel no lo preguntó. Ya es tarde para saberlo.
Hemos dejado la carta pegada al frigorífico, no para que se conserve a bajo cero, sino para que aplaque el frío con el calor que desprende.
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