"Milia cubrió con un lienzo el rostro de su marido. Salió de la venta y, arrodillada delante de las colmenas, comunicó a las abejas la mala nueva:
- Señoras abejas, despertaos y producid cera: el amo ha muerto.
Luego enterró a su marido a medio camino entre la casa y las colmenas, sin olvidarse de depositar junto al cadáver una teja de la venta para evitar que el difunto le perturbara los sueños, y encargó a Garchot el leñador que desarraigara una encina del bosque y la replantara junto a la tumba: la sombra de su tupido follaje protegería para siempre el alma de su marido, y la fortaleza de su tronco haría olvidar a la ventera la pusilanimidad de su esposo.
En cuanto a su futuro, Milia no podía imaginarlo sino conforme al canon del comportamiento que la tradición imponía a una viuda: dedicaría el resto de sus días a preservar la memoria de quien había sido su marido, despojada por el paso del tiempo de los reproches que la hacían oscura y pesada. Y cuando sintiera cercana la hora de su propia muerte, volvería a llamar a Garchot, o a alguno de los hijos de este, para que plantara un aliso no lejos de la encina, de forma que las raíces y copas de ambos árboles compartieran silencio y paz a una cierta distancia."
El huésped de la noche (Pamiela, 2013), de Ánjel Lertxundi, p. 24.
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