jueves, 9 de febrero de 2017

Primavera en Colindres, Reinosa

En el 87 yo tenía diez años y vivía en Colindres.

Cerraron o no sé si echaron, no recuerdo, a muchos trabajadores de una fábrica que estaba a la entrada del pueblo, del lado de Treto, en la misma ría. Las manifestaciones eran multitudinarias. La policía cargaba siempre. Recuerdo estar en clase, en el Fray Pablo, o sea, el colegio de la carretera general (nunca dijimos nacional) que correspondía al Colindres de Arriba o ganadero, siendo el Pedro del Hoyo el de Colindres de Abajo, el de las familias pescadoras, y tener que cerrar rápido las persianas porque la policía rompía a disparar en las inmediaciones. Recuerdo tantos gritos en el patio, antiguo campo de feria, que la clase paraba.

Recuerdo buscar pelotas de goma por la marisma, por las huertas y solares. Las había negras y más tarde, transcurridos los días, meses, pelotas rojas, que eran más pequeñas. También encontrábamos balas de plástico, lo mismo, rojas, con la punta chafada, que hacíamos que eran las que daban impulso a las pelotas, pero que ahora dudo. Mi amigo Migi, que recuerdo que hablaba cantando a más no poder y que no se apeaba del lín, también pecado mío, aunque desterrado (supongo que el hecho de que me tire más el dialecto del valle de mi madre que el propio, pejín, el de los peces, como se podría traducir tirando de etimología, se deba no a que sea el de mi madre, simplemente, o no solo, sino a que yo también tengo interiorizado que hablar cantando suena mal; el otro día hablando con uno de los del cántabru, tribu urbana a la que yo también pertenezco, me decía que en Santander no queda nada... nada, añado, que sepamos reconocer, pero no nada, al contrario, hay mucho, lo que pasa es que nuestros prejuicios son tales que ni siquiera nos dejan ver... lo propio, porque lo ajeno sí que lo vemos y bien que no reparamos mientes en exigir a otros que hagan lo que nosotros no somos capaces), mi amigo de Colindres, decía, que vivía en la calle que se abre al paso de la carretera general, trajo un día a clase casquillos de bala.

Yo creo que todavía tengo alguno en la cesta de mimbre donde guardaba los soldaditos y que debe andar por el trastero de mis padres.

Recuerdo también a mi padre saliendo con un pañuelo blanco pidiendo tregua a unos y otros para que los críos del colegio pudiéramos volver a casa.

Había una mujer de maestro, Aure se llamaba, de Reinosa los dos, que se compró un par de playeras en el mercado, donde todos comprábamos el calzado (las primeras mías las elegí yo, rojas y negras, me acuerdo, en un puesto de la calle donde antes había a un lado un arenal y ahora un bloque; mi madre me regaló hace un par de reyes unas botas de montaña con los mismos colores recordando aquéllos y ayer un rosal enano como los que me llevaba a Madrid cuando iba de visita, cada vez uno porque a mí allí se me morían todos), para correr en las manifestaciones, Aure con sus playeras nuevas, la polícia detrás y en ocasiones también delante, huyendo. Subía en tren, Aure, a Reinosa, a saber los trasbordos.

Luego bajaba y contaba. Se solían juntar todos en el salón de mi casa.

Los maestros llamaban a la casa "villa pino" porque estaba rodeada de pinos y rosales. Para quien vive en un mundo, el cántabro, en que los árboles se recogen los meses fríos, como hacen los osos, "villa pino", siempre verde, las ramas entrando por las ventanas, olía siempre a primavera.

Recuerdo que cuando tiraron el jardín, la casa a fin de cuentas era propiedad del ayuntamiento, me fijé que a la altura de donde estaban los pinos de la fachada el asfalto hacía una onda, como la marca de la marea y que me dije: "aquí es". Hoy esa marca ya no está. La casa queda cada vez más hundida de tantas capas de alquitrán como se van acumulando. Pero aun con todo cada vez que voy, y es siempre que puedo, ya ni cuento los trasbordos, me digo: "aquí es".

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