Ayer de camino al trabajo me topé con dos vecinos subiendo a casa, él caminaba como si no encontrara los interruptores de la luz y en ella vi que había llorado. Pregunté asustado y él me pareció que descabezaba una estrella que le había nacido un palmo por encima, la mirada prendida arriba. Es ella la que respondió
que venían de despedir a su sobrina que se había marchado, otra vez, los dos del brazo, dos regueros renovados de lágrimas
siguiendo rectos su curso.
De noche me quedé esperando a que volviera Raquel del trabajo en un bar a medio camino del garaje y casa. Pedí y fui afuera. No llovía, no veía si había nubes. Las había habido, había estado lloviendo. Al llegar Raquel me cuenta que un compañero dudaba si teñirse el pelo de blanco como todos los veranos porque, decía, llevaba poco tiempo en la empresa, apenas un año
le daba miedo.
Luego le llamaron y le dijeron que mañana, por hoy, que es viernes, era su último día.
Al alba nada es igual, siempre.
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