Me saludó sin apenas levantar la vista: hola, buenos días o algo así dijo.
Un poquitín más abajo me encontré con una señora que subía con esfuerzo de Barcenillas ayudándose de un andador. Paré y me puse a hablar con ella. Sentí que lo agradecía, por el descanso. Es un paseo que hace a menudo, me informó, ese día acompañada por un sobrino, aunque el sobrino, el chico de antes, no pareciera estar muy por la labor. Lo que sí avisaba de los patrol que bajaban del monte (se acercaba la hora de comer) para que tuviéramos cuidado.
La señora me dijo que iba por allí con miedo, sobre todo sola, pero miedo no a los coches sino a lo que pudiera haber escondido.
¿El qué?, pregunto. Duendes, fue su respuesta. Ante mi cara de asombro me avisa de que en ese monte hay muchos, que mejor ir con cuidado. Yo subo por aquí, me paro y miro a ver, y en esto hace como que mira por debajo de la cama pero dirigiéndose al talud tomado por los helechos.
Los helechos macho tienen tallo y las hojas que crecen por arriba, haciendo capas. Sin embargo las hojas de los helechos hembra crecen desde el mismo suelo. En Cabuérniga se diferencian por género. Los de este camino son machos.
En Ruente vive la anjana, continúa. Desde La Fuentona dicen que se la oye cantar. También que es rubia con el pelo largo y los ojos azules. A veces sale a peinárselo.
¿Quién lo dice?, interrogo.
De siempre se ha dicho, se defiende.
No me sorprende del todo porque ya otra señora me ha contado de anjanas en el pueblo de Lamiña, creyéndoselo.
Pero anjanas aquí, y suelta una mano del andador para hacer un gesto fugaz parecido al que se hace para comprobar si llueve o para ofrecer algo, aunque no haya nada, aquí, me tranquiliza, anjanas no hay.
Su sobrino nos avisa a lo lejos de otro coche que baja. Aprovecho para despedirme. La señora me mira y sonríe, mira de reojo al talud y da un pasito como quien da una brazada en la piscina, lo da calzada con estas zapatillas de cuadritos que levantan por el calcañar, un pasito que suena a metal contra hormigón.
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