Paramos en el Salto de la Novia, a la entrada del Valle de Ricote, en Murcia, último reducto morisco, con una leyenda detrás muy parecida a la de la Peña de los Enamoraos recogida por Manuel Llano y que un vecino ya fallecido de Sopeña situaba en el Puente de Piedra o de Barcenillas, del lado de su pueblo, en donde ahora arranca una pista que sube a La Cruz, peña desaparecida junto con el santucu (utilizado como refugio antiaéreo por los vecinos del barrio de La Barcenuca durante la guerra, aquí) por culpa de la ampliación de la carretera emprendida por Hormaechea en el contexto de la "puesta en escena" de Bárcena Mayor.
Cruzamos el río Segura por un puente de madera entre cañizares y del otro lado encontramos una finca con la puerta abierta y pilas y pilas de cajas con limones, una chica joven recostada y una señora magrebí colocándolas.
También había naranjos.
Pedimos permiso para coger una naranja, por el calor, para comerla allí mismo. Entramos y vimos que había un montón de chicos subsaharianos trabajando.
Nos hicimos fotos dentro. Salimos en ellas con caras compungidas. Quizá no debimos habérnoslas hecho. Ni siquiera entrado. Una vez fuera preguntamos a la chica que nos había dado permiso por las horas de trabajo que metían y nos dijo que ella no trabajaba, que era la jefa. La señora que tenía al lado calló. ¿Y ellos?, preguntamos. Pues hasta que terminen, fue su respuesta.
La naranja nos supo dulce, a pesar de todo, a pesar de que ya no era tiempo de naranjas (o quizá en Murcia sí) y a pesar también de todo lo demás.
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