Llevé a mi madre unas manzanas
pequeñas y rojas
de Carrejo.
No las ha comido
las ha repartido por los armarios.
Por el olor
dice
me recuerda a cuando era niña:
en otoño mi casa olía así.
Mi abuela tenía un manzano
en la huerta de Sopeña
un manzano de frutos verdes
duros, prietos
que había que comer a punto de pudrirse
como los pirujos
que tienen que estar ollecos
pasados
para saborearlos
(el paladar antiguo maneja matices
marginados
como nuestra cultura).
Se murió
el árbol
cuando mi abuela
enfermó.
La última vez que la vi
estaba en el cuarto de abajo
de la casa de Sopeña
donde se guardaba el grano
las semillas.
Habían dejado una rendija
abierta en el cristal
del ataúd
para respirar.
A mi abuela no le gustaban los espacios cerrados
evitaba los ascensores
procuraba no pisar felpudos
el negro era para ella el vacío.
A nuestra casa
un segundo
subía siempre andando.
Solía dejarnos lo que fuera colgando del pomo de la puerta
así:
j
a
m
o
n
u
v
a
s
a
v
e
l
l
a
n
a
s
no llamaba por no molestar.
Su ataúd lo llevaron a hombros
de la iglesia
al cementerio de Terán
no recuerdo quién.
Las paredes de la iglesia
estaban todavía encaladas.
Mi madre
taló entonces el manzano
pero dejó el tocón
que todavía está.
Mi sobrina
los años los cuenta con las manos
está aprendiendo
a no pisarlo.
Mi madre asegura
que nunca se deja de echar de menos
a una madre.
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