jueves, 22 de octubre de 2015

De manzanos

Llevé a mi madre unas manzanas

pequeñas y rojas

de Carrejo.

No las ha comido

las ha repartido por los armarios.

Por el olor

dice

me recuerda a cuando era niña:

en otoño mi casa olía así.



Mi abuela tenía un manzano

en la huerta de Sopeña

un manzano de frutos verdes

duros, prietos

que había que comer a punto de pudrirse

como los pirujos

que tienen que estar ollecos

pasados

para saborearlos

(el paladar antiguo maneja matices

marginados

como nuestra cultura).



Se murió

el árbol

cuando mi abuela

enfermó.



La última vez que la vi

estaba en el cuarto de abajo

de la casa de Sopeña

donde se guardaba el grano

las semillas.

Habían dejado una rendija

abierta en el cristal

del ataúd

para respirar.



A mi abuela no le gustaban los espacios cerrados

evitaba los ascensores

procuraba no pisar felpudos

el negro era para ella el vacío.

A nuestra casa

un segundo

subía siempre andando.

Solía dejarnos lo que fuera colgando del pomo de la puerta

así:

j
a
m
o
n
u
v
a
s
a
v
e
l
l
a
n
a
s

no llamaba por no molestar.



Su ataúd lo llevaron a hombros

de la iglesia

al cementerio de Terán

no recuerdo quién.

Las paredes de la iglesia

estaban todavía encaladas.



Mi madre

taló entonces el manzano

pero dejó el tocón

que todavía está.



Mi sobrina

los años los cuenta con las manos

está aprendiendo

a no pisarlo.



Mi madre asegura

que nunca se deja de echar de menos

a una madre.

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