Salí el otro día del trabajo, ya tarde, y fuí a casa andando, atravesando Ciudad Jardín.
Qué envidia, pensé, vivir aquí, en una casa de éstas, rodeado de árboles y pájaros, una casa soleada, abierta a los cuatro vientos.
Pero luego caí en la cuenta: si viviera aquí seguro que no iba a disfrutar tanto de este paseo como lo estoy haciendo ahora. Sabido es que pronto nos acostumbramos a lo bueno. Yo, que vivo en una especie de refugio antiaéreo (bueno, no será tan antiaéreo porque está muy alto; algo de proaéreo tendrá), seguro que tengo más motivos para disfrutar de este paseo que quien vive aquí.
Y me dí cuenta de que a ese sentimiento de no tener algo que precisamente por no tenerlo eres capaz de disfrutar en España se identifica con la envidia (la salenguana o solenguana, en Cantabria), que tiene connotaciones peyorativas. Y me pregunto por qué, mejor dicho, primero me lamento de que este sentimiento lo vivamos como negativo y luego me pregunto el porqué. ¿Por qué? Pues no lo sé. Pero seguro que hay otras culturas que lo viven en sentido contrario, es decir, en positivo. ¿Japón, quizá?
Lo más bonito de vivir en un país extranjero no es aprender su idioma, sino descubrir estas diferencias en la forma de relacionarte con el mundo, descubrir que todo puede ser muy diferente, mucho, y que no por ello todo va a explotar, que las cosas pueden ser diametralmente opuestas a lo que conocemos y funcionar, incluso funcionar mejor que aquí, en este país nuestro, tan amigo de acorralar sentimientos entre las paredes del tormento.
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