La literatura que más me interesa (últimamente) es aquélla que se ofrece abierta al lector para que sea éste quien fije su sentido (si lo tiene, que suele ser que sí, aunque muchas veces no compensa el esfuerzo, la verdad), es decir, la literatura que funciona como un artefacto que el lector tiene que armar, que tiene que componer para entenderlo (como el regalo de dentro de los huevos kínder).
Aunque pueda parecer demasiado experimental, este tipo de "artefacto literario" no es más que la sublimación de la literatura: te muestra las entretelas de la literatura, su cocina, pero, a diferencia de como lo pueda hacer un crítico, te lo muestra haciendo literatura; no tiene mayor misterio. Imagino que cuando me canse de los engranajes de la literatura (nada nuevo bajo el sol, al fin) retome el gusto por una buena novela, sin más.
La literatura entendida como un botón de encendido.
Lo mismo que la arquitectura:
Hay una serie de iglesias en La Montaña que responden a un mismo patrón (fijado de arriba hacia abajo, es decir, impuesto), que el pueblo ha interpretado según sus códigos, que son: las mujeres entran por la puerta lateral y dejan las abarcas fuera. Los hombres entran por la puerta principal, la porticada, y lo hacen con las abarcas puestas. Los niños se ponen en los primeros bancos (si los hay) seguidos de las mujeres. Las mozas en un lateral (capilla). Los hombres no cruzan la línea que marca el coro. Los mozos casaderos suben al coro, sin quitarse las abarcas. Los hombres miran de soslayo, no se muestran implicados con lo que sucede. Las mujeres, sí. En fin, estos patrones de conducta se siguen, al menos, en dos iglesias cabuérnigas. Comprobado. Me da a mí en la nariz que estas normas son comunes a todo el valle. Habría que intentar hallar una explicación.
¿Por qué las iglesias en La Montaña son interpretadas, son leídas así? ¿No son acaso estos procedimientos, estos códigos tanto o más interesantes que las propias iglesias?
martes, 21 de mayo de 2013
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