viernes, 29 de noviembre de 2013

Reciclaje arquitectónico montañés

La casa tradicional montañesa no es solo la casa, sino también, y sobre todo, el pueblo. A todos los niveles. Por ejemplo, la cubierta a dos aguas tan característica lo es por los vecinos. Si no hubiera vecinos las cubiertas estarían resueltas, a buen seguro, de un modo menos anómalo (en cierto modo, los caseríos vascos, tan aislados ellos, asomados al hastial, son más eficientes en el aprovechamiento de la energía solar que las casas montañesas, con el balcón en el muro corto). Las goterás, que es la línea imaginaria que delimita la casa, las líneas que marca el agua de lluvia al escurrirse del tejado abajo (que existen aunque no llueva), las goterás, decía, se explican por los tejados, es decir, el propio límite simbólico de la casa, las goterás, depende de los vecinos, vecinos que condicionan la disposición de los tejados. Los tejados, por cierto, dibujan un paisaje más apreciado por los vecinos que el natural que les rodea (si es que un paisaje compuesto por brañas, invernales, helgueros, etc. se puede interpretar como puramente natural; dejémoslo en paisaje natural intervenido, a falta de una categoría dentro de lo natural más ajustada a nuestra realidad; el concepto de paisaje natural no deja de ser una importación de los grandes espacios vírgenes estadounidenses, noción de paisaje que se dejó notar, por ejemplo, en la creación de la categoría de Parque Natural, uno de los primeros de entre los cuales es el de Picos de Europa, en el que todavía hoy, según se ha podido leer hace escasos días en prensa, parece que sobran las personas y todo lo que de ellas depende, como es la explotación del ganado caprino, que ha dado nombre a pueblos tan adaptados al entorno como Cabrales, todo lo que de ellas depende, decía, de las personas, sin tener en cuenta que el propio paisaje tal y como lo conocemos y por lo que le valoramos depende de esas mismas personas). El urbanismo es, como vemos, una dimensión clave para entender las casas tradicionales montañesas.

Todas las casas de un pueblo montañés presentan elementos reutilizados de otras casas, sea un dintel, una saetera, una puerta, tejas, sillares, etc. El pueblo se está constantemente reformulando. En trescientos años una saetera ha podido estar en tres casas diferentes, por decir.

Las casas se caen y se levantan constantemente. Fijaos en la inestabilidad de sus hastiales, en su apariencia endeble. De hecho, hay una palabra para "la barriga" de las paredes, estado previo a su derrumbe: potra. Las paredes caen una y otra vez, al mismo ritmo que se levantan. Lo importante de las casas está dentro de las casas, su alma es la estructura de madera, tipo pérgola, que la aguanta por dentro (si me apuráis, las paredes son una carcasa que envuelve esta estructura básica interior, que es independiente de dicha carcasa, de modo que si ésta cae, el alma no se ve afectada), y también está afuera, su cara B está en el pueblo que dota a la casa de sentido. Que se caigan las paredes de una casa y que se arrase lo que queda en pie (la estructura interior de madera) es una anomalía según la lógica interna de los montañeses. Cuando ocurre (que ocurre muy a menudo, y cada vez más), es porque lo que está fuera ha fallado: ha fallado el pueblo. Lo que está dentro no ha fallado, el interior ha hecho lo que se esperaba de él: permanecer en pie. Si se me apura, también las paredes han hecho lo que se esperaba de ellas: caer, para volver a ser levantadas. Convertir la casa en un solar, arrasarlo todo es un fallo del pueblo, de la dimensión exterior de la casa (la que menos puede controlar el vecindario, hoy que las comunidades vecinales están desactivadas o, por mejor decir, que han sido desactivadas por los delegados de las élites de poder, restricciones que han llegado a su máxima expresión con las últimas reformas que eliminan de facto la capacidad de maniobra de los concejos o entidades herederas de éstos).

En este proceso constante de paredes que caen y se levantan, la reutilización de elementos arquitectónicos, como decía, es constante.

Decir, así pues, que una casa tiene quinientos años porque presenta una saetera es como decir que cafitucu o paragucas (que yo mismo utilizo con asiduidad) son dos palabras muy antiguas porque presentan el sufijo -ucu, que se dice es de origen visigodo, tan montañés. Importa más, permítaseme la expresión, el sentido de lengua que las palabras que se derivan de dicho sentido (más la gramática que el léxico, por poner un ejemplo grueso que no abandone el campo semántico de este párrafo).

Ir buscando saeteras por los pueblos montañeses es nada más que eso: ir buscando saeteras. No es ir fijando la cronología de las casas, ni ir identificando su tipología (por cierto, los montañeses identificamos casas bajas, por pobres, casas y palacios, nada de casonas; los eruditos locales han creído ver una tipología en lo que no era más que una forma de decir "casa grande"; además, me temo que de donde parte esta confusión es de Tudanca: de la casona, la casa más grande del pueblo, a la casona como tipología constructiva).

Quizá en nuestras casas, en nuestros pueblos, subyazca un valor que va mucho más allá del que le dotan los arquitectos o los historiadores a las piedras. Quizá nuestro valor esté más en lo que no se ve y que explica lo que se ve, quizá más en lo que nos hace ser que en lo que somos.

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