El otro día asistí a una conferencia de Manuel García Alonso sobre bioconstrucción y arquitectura tradicional en el Colegio de Arquitectos de Cantabria y la conclusión a la que llegué de la mano del ponente es que no se trata de replicar con mayor o menor acierto una arquitectura que formalmente está ligada a un estilo de vida caduco (tomando como referente la casa montañesa canónica, fosilizada ideológicamente las primeras décadas del siglo veinte) sino de reactivar los mecanismos adaptativos que nuestros antepasados han ido afinando durante siglos.
No se trata de levantar casonas de pin y pon más bonitas, sino de entender la arquitectura tradicional, es decir, la razón por la que la inclinación de los tejados es la que es o el porqué de las jardineras en el exterior del balcón, por ejemplo, para, sumando -muchos pocos hacen un mucho-, empezar a practicar una arquitectura respetuosa con el entorno, sostenible.
No la cosa
sino la idea
que explica la cosa.
Vale también para los pueblos que se están quedando vacíos. No se trata de regresar al pueblo. El arraigo no es necesario. Mi pueblo no necesita sangre de mi sangre. Lo único que necesita es respeto, cualquiera que sea el lugar de donde proceda: antes de forasteros informados que de paisanos obtusos (que no todos lo son, ni unos ni otros).
Pero se me podría tachar de conservador, y con razón. Se podría decir: "nada de respeto, aquí lo único que necesitamos es romperlo todo y empezar de cero". Y a lo mejor sí, no digo que no. Quizá cuando echamos la vista atrás no alcanzamos a ver tras las bambalinas, con una tonga de siglos, solo el telón de fondo, lo que brilla y todavía no se ha llevado la urraca en el pico, lo bonito. Que se lo pregunten no al señorito que va de caza, sino al montero.
Que a qué respetar la orientación tradicional de las casas, se podría argüir, con los radiadores actuales. Que por qué no una casa de cristal entera o a qué piedra, si hormigón.
Tengo para mí que el cambio, que es inevitable, cuando no es espurio (ajeno a la naturaleza de lo que cambia), es decir, cuando el cambio es natural (aplicando aquí el significado cabuérnigo de natural, algo acorde con la naturaleza) pasa a ser adaptación.
La adaptación es el cambio que respeta la naturaleza de lo que cambia o cambio natural.
No la cosa
sino la idea
que explica la cosa
y hace que ésta sobreviva
adaptándose.
No la cosa
sino la idea
que explica la cosa
y hace que ésta sobreviva
cambiando
pues no es sino éso, el ser:
otro.
¿Pero quién dice cuál es el punto A que cambia y el punto B que resulta del cambio, quién identifica cuál es el vector del cambio y si éste es espurio o natural?
El otro día un paisano me aseguraba que el sistema ganadero extensivo cabuérnigo funcionaba. Nada tiene de extraño. A fin de cuentas, si el sistema del norte de Europa, equivalente al nuestro, funciona, ¿por qué no iba a hacerlo el nuestro? En Europa nuestro país ha caído dentro de la casilla del turismo de masas, y Cantabria, como el resto de la denominada España verde, con vocación productiva sistemáticamente desatendida por minoritaria dentro de un país volcado al sur, se ha quedado fuera del tablero. Así lo veía el paisano.
Para responder a las preguntas que han quedado antes en el aire hay que recurrir, creo, a la memoria y a nuestra capacidad de decisión, que es motor de la memoria. Ambas son categorías subjetivas.
El pasado no existe. El pasado que decidimos reproducir de acuerdo con unas coordenadas actuales intencionadas (no necesariamente para mal) es aquél del que decidamos (de forma activa o pasiva) ser herederos. El punto donde posamos los ojos cuando volvemos la mirada (mirar como acto cultural frente a ver como acto fisiológico). La memoria es ese ejercicio.
El antiguo pastor al que hacía referencia dos párrafos atrás no rechazaba el cambio, sólo aquél del que él no se sentía heredero. Nada es igual siempre, y eso él lo sabía: lo que no cambia, muere. Es dictado natural. El extrañamiento, entonces, le venía de la renuncia o la marginación (endógena la primera y exógena la segunda, que no sé cuál de las dos corresponde) a que se había visto sometida su memoria individual y colectiva.
Nada nos impide levantar, efectivamente, un cubo de cristal en mitad de la mies. Pero si lo hacemos vamos a desactivar la carga subjetiva, la experiencia, que da sentido al espacio, convirtiéndolo en paisaje: que sin esa capa, deshumanizado, quedaría reemplazado por las coordenadas UTM del vacío.
Para ser realmente libres es importante estudiar la idea, no la cosa, y la idea, si me apuráis, no es el modo como la arquitectura tradicional se adapta al entorno, sino el modo como se entiende (o entendemos) el cambio.
Portal purriegu, aquí.
lunes, 13 de marzo de 2017
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