miércoles, 6 de febrero de 2013

Negro sobre blanco

Me llama mi jefe:

"Hay un destacado intelectual de la izquierda cántabra [ésto con sorna, aunque sí es cierto que es un tipo con cierto predicamento entre la izquierda que se dice de por aquí] que quiere que le publiquemos un libro; por favor, atiéndele. Pero cuidado, que le gustan mucho las perras".

El tal libro eran las obras completas de un autor del que se celebraba por entonces no recuerdo qué aniversario (bueno, sí me acuerdo, pero no voy a dar tantas pistas). En seguida me dí cuenta de que el intelectual no tenía ni idea del autor que decía haber estudiado; simplemente vió en la conmemoración una oportunidad... de ganar dinero.

El intelectual se ocuparía de todo. Nosotros solo de pagar: por la edición crítica (ejem...), por la maquetación, por la impresión, por la distribución, etc. Mi papel se limitaría a gestionar las facturas; o éso es lo que pensaba él.

Lo que pedía superaba con creces el límite administrativo, fijado en 18.000 € (tres millones de pesetas). Ésta es la cantidad que la administración puede acaldar sin tener que dar excesivas explicaciones. El intelectual pedía bastantes decenas de miles de euros más.

"Imposible", le dije en la primera reunión. Y al intelectual, como buen intelectual que es, se le encendió una bombilla (no sé si las tenía todas apagadas hasta entonces): me propuso (1) pagarle el tope administrativo y (2) que le diéramos el premio nacional que la entidad para la que yo trabajaba, una entidad pública, otorgaba cada año a trayectorias profesionales destacadas, un premio dotado con una cuantía económica importante. O sea, el tope administrativo, el dinero del premio y el propio premio (muy prestigioso). Yo la verdad es que hasta llegué a sonrojarme.

Por supuesto, el libro no lo publicamos ni el personaje se llevó nada al bolsillo.

Lo que sí publicamos fue una pequeña colección de textos recuperados de la prensa de época que hacían referencia al autor del aniversario, nunca textos del propio autor. El autor, tengo que decirlo, es una de mis debilidades; quizá porque sea de mi mismo valle. Se trataba de una colección de libros electrónicos en todo gratuitos. El proyecto era coste cero.

El intelectual se enteró: de que no le íbamos a publicar el libro y de que yo había puesto en marcha "mi" colección. Se sintió gravemente traicionado. Me escribió varios correos durísimos al más puro estilo capo. Todavía pedía explicaciones; no, las exigía. Acostumbrado que lo tenían. Y lo siguen teniendo (en la UC).

Putos intelectuales progres sacacuartos.

Me llama mi jefe:

"Oye, que me ha llamado nuestro amigo el intelectual. Me ha pedido que te despida. Ni caso. Enhorabuena."

Mi jefe, a pesar de todo, era de los buenos.

No quiero olvidarlo.

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