Salía de una reunión en su centro de trabajo, coincidencia, y fui a buscarle para tomar un café. Pero mejor si te acompaño un trecho y así compro pan, fue su contra. Claro, mejor. Subimos por donde siempre cuando los dos éramos estudiantes, aunque él apenas lo recuerde. Nunca ha suspendido un examen, y sigue estudiando. Es por eso, se me ocurre, que va perdiendo un poco de memoria.
Yo de nuevo olvidé el paraguas.
Ayer volviendo en coche de Bilbao pudimos ver la niebla engordando y cómo terminaba lloviendo. En la cantera de Santullán, de regreso, cabe una tormenta entera.
Hoy hace igual de malo. Llevo un chubasquero que compré de rebajas en Fuencarral, que resultó estar roto, con un dinero que encontré en la estación de Atocha. Lástima de paraguas, que además no era mío.
Le gusta medio crudo, el pan, con mucha miga, para hacer sopas, aclara. Raquel, que es madrileña, dice que aquí nos gusta el pan así. Pero a mí lo que me gusta es cuando la humedad lo pone chicloso y se estira y no rompe.
Tiene tres hijos.
Ha solicitado reducción de jornada y procura comer con ellos todos los días. El sueldo le ha quedado en nada. Pero por lo que te sale podrían comer de restaurante, expongo. A lo que contesta que sí, pero no con él. Cada uno se gasta el dinero en lo que quiere, concluye.
Estamos llegando a El Alta. Le convenzo para que saque unos minutos y tome un café conmigo. Sí, lo necesito. Él no, él nada, como es su costumbre. Yo pido además algo de picar.
Estamos buscando piso, le digo.
Que también niño me lo callo.
Un piso con crecederas, le digo.
Me mira y calla.
Me estoy comiendo una muffin que creía de chocolate, pero no.
Vuelvo con la historia de mi abuela, que cuando se le rompía el traje se hacía otro igual para que la gente creyera que era el mismo: mi abuela lo hacía porque era muy ahorradora, sí, pero también porque ser ahorradora, ser cuidadosa, que las cosas te duraran estaba bien visto. Ya la conocía. Seguro, la cuento siempre.
Y la votación, qué.
La idea era que no hacía falta vivir como ricos para vivir bien, que, de hecho, no era deseable vivir como ricos, tener sus coches, sus casas, ir de vacaciones a la Riviera Maya porque, entre otras razones, es insostenible. Pero ya no.
Ahora es "seamos todos ricos, pero, por si acaso, nosotros primero."
Como el PSOE.
Igual.
Y quién queda.
No queda nadie.
Los posos del café son una mierda.
Salimos.
Adelgaza la capa de nubes, el sol se trasparenta, pero no calienta.
Hay solares al otro lado de la calzada, plumeros y flores en las grietas, flores que no se han abierto.
Esta noche sopa de ajo en dos casas.
Da recuerdos, amigo.
No hace falta que me ponga la capucha.
Lo mismo.
lunes, 28 de mayo de 2018
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1 comentario:
Hoy ya no ajorran ni los gallegos, ni los alemanes, que según decían eran conocidos por la cultura del "aforrare".
Si el personal que lo haces te amiran como mal, como con una mezcla de aire entre llamarte miserable, éste de qué va o el tú qué quieres... ser el rico del cementerio.
Ajorrar despierta suspicacias, no es güenu dalo a ver...
Yo todavía no soy capaz de echar un platu al fregaeru sin arrabañalu. No por "ajorratible", que igual en pues se tira por otru lau... sino por cosa atávica impregnada en generaciones. Esas cosas las inculcaban los viejos, lo mismo que los romances.
Los bancos nos tienen comida no solo la tartera sino también la mollera, cómo no se iban a agenciar también del nombre de una ciudad, bueno... no de todas, que "Bilbao" todo el mundo sabe que es una ciudad y no un banco.
Es lo que pasa cuando un pajar lleva más peso que lo que aguanta la estructura... que se arrana.
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