Me lo crucé esta misma mañana subiendo por donde suelen regresar a la ciudad los que pasan la noche en el centro de acogida, montado en una bicicleta repintada y tocado con un gorro de cuero pálido sobado, silbando tenso entre los coches, el canto sincopado, como hacían los pastores en Sejos cuando sabían que el lobo estaba cerca, nerviosos, para prevenir.
Hace mucho que no veo a aquel otro señor que paseaba silbando como los miruellos.
Hace mucho que no salgo.
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