miércoles, 17 de enero de 2018

Valentín Turienzo

Hay problemas en el Valentín Turienzo de Colindres.

Valentín era amigo de mi padre, además de compañero. Mi padre le respetaba muchísimo. Siempre anduvo detrás de que se le hiciera un homenaje o de que se le dedicara algún tipo de reconocimiento. El instituto del pueblo lleva su nombre.

Recuerdo a Valentín en una bicicleta de las de antes, ya entonces, de esas de ruedas grandes que se llevaban con el sillín y el manillar bajo, por el pueblo, uno de tantos, la cesta de plástico, de pescado, atada con cuerdas de las que cerraban las mallas de naranjas, con los aparejos detrás o la compra, papeles, alguna herramienta.

Fue la primera vez que oí hablar de la guerra, cuarenta años después, pero todavía la guerra.

Venían a casa muchos antiguos maestros, como Pepita, que recordaba que en su primer destino la casa no tenía baño y que para sus necesidades tenía que ir donde las gallinas, que la atacaban y ella espantaba a manotazos. Nosotros mismos teníamos cocina de carbón, quiero decir, las cosas habían mejorado mucho, pero no tanto como para que no estuvieran justificadas aquellas huelgas de maestros que hubo en los ochenta, tan complicadas, y que seguramente ya nadie recuerde.

Mi madre siempre que había alguien preparaba lo mismo, quien fuera: huevo duro con patatas.

Valentín, maestro, había sido represaliado por el franquismo. Tenía el pelo cano. Creo recordar que los ojos claros.

Siempre se paraba y me preguntaba qué tal, yo que a veces no podía subir a Colindres de Arriba porque me costaba respirar, qué tal aunque estuviéramos solos, nadie con quién quedar bien, ni siquiera conmigo: qué tal, con verdadero interés.

Yo le hablaba, no sé, de las palomas que Luis sacaba a pasear atadas con largas cuerdas o del viento que venía del mar y que golpeaba de frente contra nuestra casa, donde se oxidaba hasta el acero de los cuchillos inoxidables.

Que te recuperes pronto, se despedía. Se marchaba montado en su bicicleta y a mí me parecía que iba tirando migas del pan que llevaba en la cesta de pescado atada con esas cuerdas de plástico de colores en el sillín de atrás.

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