lunes, 3 de marzo de 2025

La virgen y los bueyes

Entramos a tomar un café. Estaba el bar sin clientes pero lleno de cachivaches. Preguntamos por la vaca de monte o monchina y ni el señor ni la señora que atendían supieron decirnos para qué se tenía, y no porque no quisieran. Porque era la que había, aventuró él. En verano por arriba, por donde el monte da la vuelta, y en invierno en las casillas, que son, como pudimos adivinar, como invernales. Ni leche ni carne y para tiro se utilizaban otras razas.

Salí con él y me señaló los pastos de verano. Debajo de la ermita está La Casa de la Virgen, que es donde se empezó a construir pero la virgen no quería ese sitio y cada noche volvía al lugar de origen, donde había aparecido. Le secundaba una pareja de bueyes. La devolvía a su emplazamiento primero cada noche. No es la primera vez que nos cuentan algo así, aquí.

¿De qué color eran los bueyes?, pregunté. Uno era rojo. Las vacas monchinas pueden ser negras, moras que llamamos, y rojas, y uno era rojo. El otro pinto. ¿Pinto?, pregunté de nuevo. Sí, pero no sé si pintorrojo o pintonegro, respondió. Hubo una pausa. Yo vivía aquí al lado. Con las vacas. Mi padre me regaló de crío un toro pintorrojo. Él tenía otro pintonegro. Los vecinos preferían juntar sus vacas con mi toro. Otra pausa, para concluir: pintorrojo sería, entonces.

(señalar el color de los animales de leyenda me parece interesante por si algún día alguien estudia la posible relación con las pinturas rupestres: yo la creo)

Regresamos al bar y a Raquel la mujer le había contado lo mismo pero sin entrar en detalles. Solo que la virgen no quería estar donde le decían.

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