De pequeño tenía asma y mi médico especialista no me lo trató.
Resulta que fue uno de los ultras que se opuso a la primera gerencia democrática del hospital. Lo sé porque un compañero suyo con su mismo perfil me ha traído hace poco sus memorias autoeditadas y me las ha dedicado con mucho cariño.
No sé dónde las he metido.
De pequeño apenas podía participar en actividades físicas. Al final de un día de fiesta, el día de la infancia sería, de no recuerdo el año pero yo no tendría más de diez, soltaron unos conejos por el campo de fútbol para que los críos fuéramos tras ellos y los atrapáramos, si podíamos; esa era la gracia. Salieron todos corriendo, niños y conejos. Yo no, yo me dirigí a una banda que vi que estaba sin segar y pisé sin querer a uno, que ni se movió. Lo cogí y me lo llevé, un conejo blanco.
Se lo dimos a mi abuelo, que vivía en el centro de Santander, en un piso con un balcón muy grande, donde lo crio.
Mi abuelo tenía mucho cariño por los animales. Tanto, que en el pueblo era mi abuela la que tenía que matar a las gallinas porque él no podía, y eso que mi abuela tenía que mirar para otro lado cuando les cortaba el pescuezo.
Esta historia termina como todas las que se le parecen, cómo si no: el conejo escapó, me dijeron. No sé si lo hizo realmente pero lo que es seguro es que ninguno de nosotros lo comió.
Me dice mi madre dando un paseo: mira, esta planta es la que cogía tu abuelo para dar de comer al conejo. Andaba buscándola por todo Santander.
La cojo de la tierra y me la traigo a casa, donde la estamos sacando adelante Raquel y yo.
Fue un día de estos pasados de mucho calor. La planta llegó mustia, parecía una salpicadura de agua sucia. La metimos en tierra, que apretamos, y la regamos bien.
Poco a poco va levantando la cabeza, poco a poco va cogiendo tez.
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