Por la mañana, como desayuno, una taza de sopas con leche en el buen tiempo o de pulientas en el invierno. Éstas eran de harina de maíz, traída cuando se iba al cambio por patatas a La Montaña. Se cocían con un poco de agua y sal hasta que formaban una pasta homogénea, que se vertía en escudillas de barro, tantas como comensales hubiese. De allí se iban tomando en cucharadas que, a su vez, una a una, se pasaban por otra taza repleta de leche. Si había alguna vaca parida, con la leche recental se hacían hormigos, mezclando la leche con harina de trigo y azúcar, que se iban cociendo a fuego lento revolviéndolos mucho. Algo similar eran los calostros, hechos con la leche obtenida nada más parir la vaca, mucho más recios que el otro tipo de leche recental y con sabor más fuerte.
A media mañana, no olvidemos que al romper el día ya la gente estaba al pie del trabajo, se tomaban las once. Consistía en un zoquete bueno de pan y un trozo de chorizo o queso curado que se iba cortando en pequeños trozos a golpe de navaja para poderlos masticar más fácilmente. Si el día estaba crudo y había tiempo, a lo mejor caían unas sopas amañás. Estaban hechas de trozos de pan cortado en pequeñas láminas, a las que se les daba un hervor empapadas en agua, con sal y y algo de pimentón. Una vez recocidas las sopas, cuando ya estaban pastosas, se amañaban, operación que consistía en derretir sobre la sartén unos cachos de tocino, a los que se les añadía una cucharada de pimentón. Cuando más caliente estaba se volcaba sobre el pan recocido, previamente colocado en una escudilla. Quedaban sobre la superficie las partes de hebra del tocino, los chichos, que, como es natural, no llegaban a derretirse.
Si había, se estrellaba un huevo sobre el guisote, que le daba muy buen aspecto y mejor sabor. Con el nombre de sopa castellana ahora se despacha hasta en los restaurantes de mayor lujo.
A la hora de la comida, sobre la una de la tarde, se volcaba en una media fuente la puchera que había estado toda la mañana cociendo a fuego lento; de ella se obtenían tres platos: un principio siempre de sopa, un central de legumbre y un final con algo de carne, tocino, todo ello de la matanza anual, y el relleno, que se hacía de miga de pan mezclada con huevo, trocitos muy menudos de chorizo, tocino, acaso jamón y mucho perejil; primero se le freía un poco y luego se le dejaba dentro de la puchera para que cociese con todo lo demás.
La legumbre eran titos (en otros sitios los llaman almortas), arbejas (guisantes bastos) y, en los días que repicaban en godo, garbanzos. todo de la cosecha casera. Las habas tenían dos variantes: las grandes para el ganado y habucos para comer las personas. Las lentejas fueron introducidas años más tarde.
La sopa que se hacía con el caldo de la la legumbre, a la que se solía añadir alguna patata a media cocción, más que nada para calibrar el grado de avance del cocido, era invariablemente de pan. El fideo fue ya de los tiempos modernos. [...]
Una variante de este cocido era el de nabos, pero este tipo solo se hacía en torno a Todos los Santos. Sustituían las legumbres por esta crucífera que daba una sopa riquísima; dice la leyenda que una vieja vino del otro mundo para seguir tomando sopa de nabos.
El postre solía brillar por su ausencia, a lo sumo alguna manzana de la escasa cosecha casera o traída de La Montaña cuando los cambios, conservada bien enterrada en las arcas de trigo. En los festivos, arroz con leche, cocido directamente en este elemento y muy azucarado, con unos polvos de canela por encima; algunos solían darle más sabor introduciendo un tizón, mete y saca, con rescoldo muy vivo. Se hacían algunas veces biñuelos, pero no tenemos que confundirlos con los buñuelos de viento. Eran de una pasta formada con pan desmenuzado, a la que se le añadía huevo y azúcar; una vez amasado se tomaban pequeños trozos de ella que se freían un poco, vamos, muy parecido a los rellenos, y luego se cocían lentamente en leche, a la que se añadía una rama de canela en palo, con mucho azúcar.
Para merendar, pues las cinco comidas en la época de rudo trabajo no faltaban, se solían tomar rebanadas de pan untadas con el tocino cocido que había sobrado de la olla de la comida, ya frío. Algunas otras veces se untaban las rebanadas con miel y mantequilla, mezcla a la que se le daba un hervor y que era muy agradable al paladar. Cuando se conoció la leche condensada, también por la época de la guerra del 36 [como los fideos], se sustituía la miel por ella, y también resultaba rica de veras.
La cena se componía de patatas cocidas y amañadas y, como colofón, una buena cazuela de sopas de leche. Estas sopas se hacían de leche sin hervir, puesta al sereno y más bien fría, que luego se templaba al calor del pan tostado previamente sobre las brasas de la lumbre; estas rebanadas había que romperlas a retortijón con los dedos, ya que así sabían mejor que cortándolas a cuchillo.
El menaje usado no era muy complicado: cazuelas de barro, medias fuentes de porcelana, ollas, y cucharas que siempre se asignaban a la misma persona. Se colocaba el condumio en el centro de la mesa sobre la media fuente y, por turno riguroso, cucharada y paso atrás, se iba engullendo.
No era la cocina campurriana propensa a los asados, quizás por la dificultad de hacerlos sobre la lumbre en el suelo; más bien se usaban los guisotes de carne, tipo menestra, todos ellos muy apimentonados.
Cuando había alguna oveja que matar, las partes magras, pues las otras se usaban para las comidas de diario, se cocían con agua a la que se añadía sal y unas hojas de laurel, comiéndolo luego en frío. Era un plato muy usado para llevar como merienda al monte, en unión de la socorrida tortilla española [...]; la de acá se solía condimentar con las patatas tipo riñón, cortadas en pequeñas rebanaditas, como las actuales de bolsa, que se iban friendo lentamente en la sartén colocada sobre la trébede, encima mismo de las llamas. [...] [S]alían muy sabrosas sobre todo si se les añadía alguna raja de chorizo. Como moría mucho ganado, bien por la enfermedad llamada pernera (carbunco bacteridiano) o despeñadas, cuando se llegaba a tiempo, las partes magras del animal eran llevadas a casa, por lo que no solía faltar cecina. [...]
Hasta ahora hemos descrito las comidas de una casa campurriana que se defendía medianamente bien [...]. [C]uando faltaba de todo la comida se reducía a unas patatas cocidas con algo de sal sin más añadidos, si había algo de leche se pasaría la cucharada por ella para poder llegar a tragarlas. Les aseguro que el manjar no era nada agradable, pero ya saben: para buen diente no hay pan duro. O unas sopas a mazuelas: pan, agua y sal."
De Recuerdos de mi tierra campurriana (Cantabria Tradicional, 2000) de Nicanor Gutiérrez Lozano, pp. 81-85.
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