"[...] No había fecha fija. Solo que había de ser un domingo. Generalmente, al final de noviembre o principios de diciembre. El motivo no era otro que dar tiempo a que se descachizaran los orizos y que durante unos días se oreasen las castañas. Estas eran de todas clases: miliceras, verdejas, vizcaínas, galizanas, es decir, de todas, excepto las escalentías, que por ser las primeras en madurar, se consumían rápidamente; y las jerrinas, que por su pequeño volumen no eran aptas para el asado.
Los mozos las compraban a ¡una peseta celemín!, que pagaban a riguroso escote. El concejo pagaba el vino; un pellejo o dos, según el cálculo de la concurrencia, que la formaba todo el pueblo, chicos y grandes de ambos sexos.
Durante la semana precedente se hacía acopio de jelechos y demás escogedura y, naturalmente, de rozo que voluntariamente segaban algunos en el Monte del Rey y acarreaba alguna pareja de tudancas. Llegado el día...
Después del rosario, que se adelantaba una hora para llegar a tiempo al espectáculo, el pueblo se dirigía al amplio prado elegido para ello, en donde ya estaba preparado todo: el vino sobre un caballete, la mullía, el rozo y, naturalmente, las castañas. Empezaba la ceremonia ante general expectación.
De base, unos troncos cruzados de forma que quedara un hueco hábil para encender. Sobre estos palos, los jelechos bien apretados en capa gruesa y detrás, el rozo, también una capa gruesa, y sobre esta primera, las castañas. Estas previamente habían sido cortadas un poquito con navajas y cuchillos en manos de unas mujeres. Y no se hacía el tradicional mozcla con los dientes porque se tardaría mucho tiempo en esta operación.
Así se colocaba una capa de castañas sobre la de rozo, más castañas, más rozo, hasta formar una gran cúpula; cuando se habían agotado las castañas se cerraban con más apretado rozo y unas piedras para mantener la presión.
Mientras se desarrollaba esta operación, mozos y mozas, al son de la pandereta, se enfrascaban en bailes [...]
Esta preparación que decimos era muy delicada, Había que procurar que el fuego en llama no llegara a las castañas y, sí, en cambio, que se fueran calentando y luego asando a fuego lento y continuado, sin llama; para ello el rozo cumplía satisfactoriamente esta premisa.
Llegaba luego el rito del encendido, que uno de los del concejo iniciaba ante la expectación de todos, ya que el baile se había detenido y la chiquillería había dejado de corretear...
Pasado el tiempo que el hierofante creía necesario para el fiel cumplimiento de su misión, cogía unas castañas y se las ofrecía al personal del concejo y éste aprobaba el dictamen del asador: que ya estaban para consumirse las castañas.
Tras esparcir la calda por allí para que las castañas sudaran y enfriasen, llegaba la hora del reparto; primero a los componentes de la junta del concejo; después a los más ancianos y a las mujeres; luego a los mozos y chiquillería; al principio, sí, con todo orden; más tarde al respañu vivo. [...]
Así se consumían unos celemines de castañas y muchas azumbres de tintorro hasta que, agotado todo, al anochecer se iniciaba el regreso al hogar las mujeres y a la taberna los hombres [...] Pero eso sí, no sin antes cumplir el último rito: el dejar en mitad de donde estuvo la lumbre, una castaña de las mejores, no una cazcarria cualquiera..., para la bruja."
De Anecdotario montañés (edición del autor, 1987) de Antonio Bartolomé Suárez, pp.18-19.
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