lunes, 16 de enero de 2023

De comida en Bilbao

Era entre un wok de por donde la sede del PNV o un bocadillo en Malatesta, el bar anarquista del casco viejo, no lejos de donde estábamos. Finalmente fuimos a este último, temprano. Habíamos madrugado y el hambre vino a nuestro encuentro pronto.

En la boca de Goienkale había demasiada gente así que dimos un rodeo y nos metimos por una transversal. El bar tiene una bandera colgada a la puerta, es fácil verlo a la lejos. El peso del sol de mediodía hacía que el rojo y negro tiñera el suelo. Entramos agachando la cabeza, como en las casas antiguas de puerta pequeña, con respeto. Bien de gente. Le pedimos a una chica que por favor se moviera un poco para caber en la barra. Estaba leyendo algo en el móvil. Nos sonrió y corrió la silla. Al otro lado había un señor con boina leyendo un libro de Antonio Muñoz Molina, Ardor guerrero. Ni se inmutó. Es casi seguro que la lectura de la chica, la que fuera, era más interesante que la suya. Pedimos sendos bocadillos, de carne mechada el mío, de setas el de Raquel, y dos cañas.

Sonaba un grupo que se parecía a Deux, según Raquel.


Taburetes altos pero no nos costaba llegar al suelo. Carteles de distintas convocatorias en las paredes y una exposición de fotos zapatistas. Hay al fondo una sala pero no quisimos movernos.

Salió el tema del próximo libro de Alberto Santamaría, que es de cuando nos conocimos. En COU yo era el delegado de clase. Hubo problemas con la calefacción, que no funcionaba. Organizamos una sentada muy sonada. A mí estuvieron a punto de echarme. Creo que nadie más tuvo problemas. La calefacción se arregló.

Habrá que leerlo, dice Raquel. Claro que sí, respondo. Tengo ganas. De ahí pasamos a su último poemario en La Bella Varsovia, fantástico.

El señor de la izquierda se marcha y es entonces cuando veo el título del libro. La chica que se movió para dejarnos sitio, sigue.

Nos traen los bocadillos, los partimos por la mitad y nos los intercambiamos.

Otra caña cuando puedas, dos. El camarero lleva un peinado que identifico como una cresta sin peinar. No acierto con su género, no sé cómo dirigirme a él. Opto por el masculino, por parecerme una forma neutra. Sé que no lo es. 

Yo llevo una camiseta de Colindres, encima una camisa de botones de cuadritos amarillos y negros de segunda, pantalones un poco dados de sí, de marca, cinturón de un zapatero que hay en el portal de un hostal de León, playeras negras de una cadena de ropa deportiva, calcetines de mercadillo y las uñas pintadas de rojo.

Las otras dos vale en los mismos vasos, aclaramos, alcanzándoselos.

El otro día escribí un texto criticando a los antisistema que dicen querer medrar para poner a prueba el sistema, aquí. Me acuerdo entonces de los árboles.

Dicen que los árboles compiten por el sol. Pero también que cuando detectan que a uno le va mal, el resto de árboles le transmiten nutrientes por el subsuelo, por donde todos están conectados. Parecen ideas contradictorias. Se lo comento así a Raquel: Raquel, me parecen ideas contradictorias, a lo que ella responde:

que quizá los árboles no es que compitan entre sí, que eso puede que sea un postizo de alguien que lo ha explicado mal, que a lo mejor lo que pasa es que los árboles crecen cuanto pueden, sí, pero para prestar ayuda a los demás, cuanta más mejor.

Ha cambiado la música. Esta vez no la reconocemos. Tampoco preguntamos. Pagamos, damos las gracias, nos despedimos y salimos como entramos, agachando la cabeza, con respeto ante el día que todavía queda en esta calle curva del casco viejo que sigue el discurrir combado del sol.

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