pero acababa de ir al peluquero, debía, porque lo tenía muy bien
y tanto flequillo no tenía
tanto como para apartarlo de un cabezazo, como para poder hacerlo, digo:
reía mucho y al parar, entonces:
¡zas!
Sostenía la copa por el tallo. Pestañeaba mucho
y lento. Se había inaugurado una exposición en el palacete del embarcadero
- hay lugares que atraen según a quién, como el punto rojo en el pico de la gaviota al pichón, que en cántabro se dice mayón -
y el marido había escrito el texto del catálogo.
Movía la cabeza al hablar como esos perritos de plástico que se llevaban en la bandeja de atrás del coche, él
de estar suelta
ella era de familia terrateniente, dijo
y yo reí:
me pareció una película propia de alguien de extracción humilde que ingresa en un entorno elitista, que entontece
no pude evitarlo:
resulta que era de mi valle y en mi valle no hay terratenientes
PERO
esa noche que no pude dormir recordé a una señora del pueblo de al lado
- su marido trabajaba en la madera y ella tenía las manos frías, por eso que se ocupara de la borona, era a la que mejor le salía -
nos dijo que de niña había sido esclava, que ahora que había fallecido su marido y tenía tiempo, los últimos años dedicados a su cuidado, que ahora que podía reparar en ella misma era consciente de que de pequeña había sido esclava
trabajando por comida, ni siquiera podía decir que por un lugar donde dormir
de lo mal, debajo de la escalera, donde las gallinas o peor:
casi llorando. Dijo que las tierras del pueblo las había copado una sola familia tras la guerra
las comunales, imprescindibles para la supervivencia, y las que no, dependiendo del propietario, también
una familia de las que habían ganado la guerra, claro
y yo en esa noche que pasé en blanco se me reveló que sí que podía ser
que la señora del flequillo, que sí.
Seguro que había ido a la peluquería.
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