No se trata de eso. Solo de que en Cantabria recurrimos o podemos recurrir (no hemos perdido esa capacidad, o no nos la han quitado, todavía) a mecanismos propios para explicar las cosas, explicaciones afinadas durante siglos, mecanismos engranados con nuestra realidad, y los valoro (hablo solo por mí por no implicar a quien no soy yo), lo cual significa que creo que son válidos (más allá de legítimos: que son útiles) en el presente y que tienen recorrido futuro (si hacemos por ello y yo es lo que intento).
Que las ardillas puedan comer los frutos sin que caigan del árbol porque de un tiempo a esta parte las cáscaras no engordan, por ejemplo. O que las riadas ya no se puedan prever (ni aprovechar para armar dispositivos de pesca milenarios) porque las lluvias son impredecibles y torrenciales. A aquél para el que todas las ardillas se llaman Alvin (no me refiero ahora al autor de la columna, que seguro que las conoce bien) puede que estos ejemplos le parezcan edulcorados, que utilizar las ardillas o los ríos para alertar sobre el cambio climático sea una forma de infantilizar al interlocutor, pero es que hay gente en Cantabria para la que las ardillas son isquilos y no son algo raro, por eso que conservemos una palabra milenaria para ellos y por eso también que los isquilos conserven la suficiente vitalidad como para servir como ejemplo de lo que se quiera decir seriamente, entre nosotros. Incluso servir como detonante de una buena conversación, como me sucedió a mí con un vecino cabuérnigo que se llamaba Fidel antes de la guerra y, por obligación, Jesús después. Por eso que seamos diferentes, y bien. Por eso que esta diferencia nuestra creamos que es una virtud y queramos conservarla, también.