En los recreos, comiendo una palmera de coco, que nos gustaba más que la de chocolate, en la terrazuca del bar o dentro cuando hacía malo, mientras los otros jugaban al póquer. Cuando nos quedábamos los dos de defensa echando un partido o cuando él jugaba de defensa y yo de delantero, o al revés, él alante y yo atrás, mientras los otros se escornaban por meter un gol. En clase, atendiendo para entender mejor. Rezagándonos del grupo cuando salíamos de vinos por San Luis, por Peña Herbosa, por El Río o por El Carmen (todavía no lo llamábamos El Sol), mientras los otros se mamaban. Cuando salíamos solos y no nos movíamos del mismo bar porque para qué. Cuando dejamos el instituto y empezamos la misma carrera, mientras los otros estudiaban para hacerse ricos (espero que les haya ido bien). Otra vez en clase y en la puerta, durante los descansos (ya no los llamábamos recreos), mientras los otros echaban un piti. Acompañándome él a casa. Acompañándole yo hasta un poco más arriba. Volviendo a acompañarme él de nuevo hasta mi casa, mientras los otros se quedaban repantingados en la suya viendo la última telenovela juvenil de moda. Echando una partida al Cadillac Dinosaur (aquí no nos podíamos desconcentrar, lo reconozco). Echando otra, que todavía nos quedan veinticinco pesetas. Por correo cuando él en Inglaterra, mientras otros escribían a la novia. Por correo cuando yo en Portugal, mientras otros escribían también a su novia. Desde Madrid, de nuevo en Santander, de nuevo los paseos hasta El Sardinero, que la ciudad se nos ha quedado corta, de vinos a cervezas, que el dolor de cabeza es muy malo, saliendo los jueves que se está más tranquilo, en la biblioteca..., mientras los otros hacían su vida y nosotros la nuestra. Han sido horas y horas, año tras año, charlando con el Veceru sobre el montañés.
Ninguna conclusión.
Por el mero placer de charlar.
Con él, más que suficiente.
Que nadie se atreva a quitarnos lo bailado.
jueves, 16 de mayo de 2013
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