(1)
Estuvimos hace un par de fines de semana en Sopeña. Aprovechando el buen tiempo me acerqué dando un paseo por la mies a la biblioteca municipal, en Valle. Cogí un libro sobre pintura mural en el prerrománico asturiano. Me senté en el vecino bar de la bolera a echarle un ojo mientras tomaba un café. El sol y el rocío hacían que todo brillara como si fuera nuevo. Se me hizo tarde. Bajé por la carretera, con prisa. Llego a casa, comemos y le propongo a Raquel coger el coche y llamar a ese vecino de Lamiña que nos dijo que había un pájaro pintado en el interior de la ermita de San Frutosu. Nos ponemos en marcha sin dilación. Encontramos al vecino en casa. Subimos con él a la ermita de una tirada. El vecino tiene un juego de llaves. El pájaro está en el ábside. Tras un breve examen, confirmamos que bien pudiera tratarse de los restos de una pintura mural del prerrománico asturiano. Nada extraño, teniendo en cuenta que la pintura comparte ubicación con un sarcófago que tiene labrada la cruz procesional del antiguo Reino de Asturias. Un descubrimiento.
¿Qué es mentira del párrafo anterior?
En Cabuérniga no hay biblioteca municipal. Entonces no hay libro a disposición de los vecinos. No hay lectura, no hay aprendizaje, no hay conocimiento, no hay descubrimiento, no hay nueva información que abone nuevo conocimiento.
Yo no me tomo un café leyendo el libro que acabo de coger en la biblioteca, el libro no me despierta ninguna curiosidad porque no lo he leído, no le transmito a Raquel ninguna curiosidad porque no tengo ninguna, no cogemos el coche, no buscamos al vecino, no subimos con él a la ermita, no podemos abrir la puerta, no sabemos dónde está el pájaro, si en el ábside o dónde, no sabemos si el pájaro es o no es.
Lo único cierto es que el pájaro está.
(2)
Estoy sacando dinero en el cajero. Una abuela y su hija hacen cola. Llevan un carrito. La abuela le dice al niño del carrito que no hay más caramelos. Chúpalos, le dice, no los mastiques. Sale el dinero. Lo guardo. Me vuelvo. La hija está flaca. No me fijo ni en la abuela ni en el nieto.
Me estoy tomando un café en Los Girasoles como tantas otras veces mientras escribo estas líneas. Se me ha olvidado pedirlo corto de café. Está amargo.
(3)
Llega una pareja entrada en años. Él está diciendo: me alegro que por fin nos conozcamos. Sí, responde ella. Pide no oigo qué, ella, y él una coca cola. Se sientan a mi lado. A ella le traen un café. El refresco chisporrotea. No hablan. Aguardo.
Permanecen en silencio.
(4)
Raquel ya sabéis que es madrileña. Me dijo el otro día que le llama la atención que las hojas aquí no suenen, que no crujan por la humedad, porque están tirrias. Es curioso que en montañés exista una palabra, un verbo, mejor, para el ruido que hacemos precisamente cuando caminamos entre hojas: jorrascar. Es precioso.
De las cosas nacen las palabras. Pero las cosas, ¿de dónde nacen? Raquel no advierte que aquí las hojas hagan ruido. Pero yo sí. Entonces, ¿el ruido que hacen las hojas caídas, existe o no? Depende de quién escuche. Ese ruido está determinado por la cultura: para una no existe y quien está imbuido en ella no lo percibe y para otra sí. ¿Y de dónde procede la cultura? De la relación con el entorno, de ser en lo que nos rodea. Los términos como se establece este diálogo con nuestro entorno es a lo que llamamos cultura. La nuestra, nuestra cultura, parece tener el oído más fino que la madrileña, al menos para advertir el ruido que hacen las hojas, aunque estén tirrias.
El otro día, en Cabezón de la Sal, comenzó a llover. Pero a llover bien. Nos refugiamos bajo un alero compartido con una vecina. Terminamos de amigos. Resulta que la vecina había estado dos veces en Madrid: una que hacía mucho frío y otra que hacía mucho calor. "No sé cómo podéis vivir allí", concluyó. Pues eso, la cultura, o mejor, el foco de la cultura, que atiende a distintas razones, a distintos contextos.
(5)
Se han dado un beso. Los de antes.
viernes, 28 de noviembre de 2014
Un pájaro que es en un mundo que no, de café, otro café y el oído de la cultura
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