Nos sentamos uno frente al otro, en sendos palés puestos de pie, yo tratando de desplazarme un poco ora a un lado ora al otro para evitar el contacto visual tan directo, pero aún así no lo pude evitar: los caballos autóctonos aquí los llamábamos
cebolleros, no me preguntes por qué, me advirtió, no me preguntes el porqué porque no lo sé, pero
cebolleros, y como las tudancas, que nacen todas marrones y luego se vuelven negras, estos caballos nacían todos grises y luego se volvían también negros, si acaso con una estrella blanca pintada en la frente
los ojos ardientes
eran caballos pequeños que no flaqueaban nunca, no galopaban pero trotando podían recorrer montes y montes
y me gusta esa forma de medir las distancias, por los muchos montes
de los caballos negros
el último lo tuve yo
me advierte.
No hay luna, no pasan coches, solo nubes. Relampaguea por Tamaréu, por Leroba. Se acerca la tormenta. Vuelvo a casa a oscuras, por la mies. Se oye el mecer de los cultivos, los resoplidos de animales que no veo.
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